Sonríe y comienza su travesía. Lentamente y con cuidado, Olek camina por una cuerda,
descalzo, a unos quince metros de altura y con una barra que se balancea entre sus manos, en
un intento de ayudarle a mantener el equilibrio. No es algo fácil, pero tras convertirse en su día
a día ya sabe que va a llegar al final, aunque no lleve ni la mitad del recorrido, “y si no llego
tampoco tengo nada que perder” piensa, suspira y vuelve a sonreír mientras interiormente se
reprocha que no debe pensar. Se le escapa una risa irónica, estando a quince metros de altura
sobre una cuerda es inevitable no pensar.
- Muriel, aquí necesitan tu ayuda.
Se escucha un leve sonido en el vagón y una mujer bajita y regordeta se asoma, murmurando por lo bajo.
Muriel tenía una voz dulce que denotaba una pizca de preocupación. A Ela le costó contestar:
- Ss-í. S-ooy de Pol... Polonia. M-e... Me despidieron de mi trabajo y... Vine aquí. M-i hi... Mi hijo tiene que... Sobrevivir... Por... Porque...
***
Nos encontramos en Estados Unidos, en el año 1907 y Ela, inmigrante polaca y completamente
pobre, está pariendo a la luz de una luna, suplicando ayuda. No quiere que su niño se muera.
No quiere estar sola nunca más. Está muy cerca de la estación, pero eso ella no lo sabe. Un
ruido estridente inunda sus oídos y asustada, grita. El tren frena, deteniéndose lentamente y
pesada ante sus ojos. Tras esfumarse el humo, Ela puede leer “The Ringling Brothers” en
letras grandes y despampanantes, repartidas a lo largo de los vagones. Un atisbo de esperanza
se asoma en sus ojos y vuelve a chillar, desesperada, pidiendo ayuda de nuevo. Las puertas de
un vagón se abren, y un hombre con sombrero y pipa en boca baja de manera despreocupada.
Se queda mirando durante unos minutos a la mujer, escrutándola con la mirada mientras
suelta una gran humareda por la boca. Hace frío. Aún con humo en la boca, ese hombre tan
extraño, se gira y grita:
- Muriel, aquí necesitan tu ayuda.
Se escucha un leve sonido en el vagón y una mujer bajita y regordeta se asoma, murmurando por lo bajo.
-
- ¿Quién va a necesitar la ayuda de esta vieja? – murmura mientras baja con dificultades
y se acerca al hombre, momento en el que se fija en la mujer que se encuentra en el
suelo con las piernas abiertas y que respira entrecortadamente - ¡Oh! Niña, esta no es
una buena noche para dar a luz un niño. Adam, llama a los chicos, vamos a necesitar
ayuda para subir al tren a esta mujer.
-
- ¡¿Subirla al tren?! ¿Tú estás loca? ¡Ringling nos matará como la descubra!
-
- Lo dudo, fíjate bien. Esta chica tiene aspecto de artista, y si no, sabrá disimularlo muy
bien, ya verás.
Freud volvió a subir al vagón con un salto ágil, entre aspavientos y maldiciones por lo bajo. Muriel se acercó con cuidado a la mujer que, presa de la sorpresa y el pánico, aún no había dicho palabra.
Muriel tenía una voz dulce que denotaba una pizca de preocupación. A Ela le costó contestar:
- Ss-í. S-ooy de Pol... Polonia. M-e... Me despidieron de mi trabajo y... Vine aquí. M-i hi... Mi hijo tiene que... Sobrevivir... Por... Porque...
Ela ya no pudo seguir. Aquel niño era el único recuerdo que le quedaba del hombre al que
amaba. Aquel que había muerto durante una manifestación para la mejora de las condiciones
en el trabajo en Polonia. Quien había luchado por un futuro mejor para su familia y lo dio todo.
Muriel se acercó un poco más, cogiéndola por los hombros, sacó un pañuelo del bolsillo y le secó algunas lágrimas.
- No es necesario que nos cuentes tu historia. Sólo necesitamos que nos digas tu nombre y si quieres acompañarnos en este viaje. Eras bailarina, ¿verdad?
Ela asintió con la cabeza pausadamente y respondió con un sí casi inaudible. En Polonia trabajaba en una mugrienta empresa de textil, pero en sus horas libres, ella y su marido, junto a un par de personas más, organizaban teatros en la calle, donde el baile y la música eran protagonistas. Tan solo el recuerdo de aquel pasado sumió a Ela en un nuevo llanto.
En ese momento llegaron cuatro hombres, uno de ellos era Freud, quien les dio instrucciones para coger a la muchacha.
Y allí nació Olek. Un niño rubio de ojos azules que ya sonreía. Y allí murió su madre, quién ya no pudo soportar más aquel sufrimiento con el que llevaba cargando casi un año. John Ringling, uno de los dos hermanos Ringling que quedaban de los siete que fundaron el circo, aceptó que el niño se quedara si se le instruía para algún espectáculo y si alguien se encargaba de su enseñanza.
Y así fue. Olek creció entre andenes y lonas atestadas de gente. Desde bien pequeño desarrolló un equilibrio increíble, seguramente debido al hecho de que se enseñó a caminar entre los tambaleos producidos por el tren donde vivía, aunque Muriel siempre insistía en que era una herencia de su madre. Y así pasaban los días, entre andenes y carpas, entre animales y gente desconocida, entre sonrisas maquilladas que escondían la dura vida del circo. “Nadie dijo nunca que la vida en el circo fuera fácil, pero nunca podrás abandonarla” decía siempre Freud, inseparable de su pipa. Muriel siempre lo reñía por decirle esas cosas a Olek, quien tan sólo era un niño y no comprendía aquellas palabras.
Muriel y Freud no eran artistas del circo. Eran simples peones que se encargaban, en el caso de Muriel, de hacer la comida junto a cuatro mujeres más; y en el caso de Freud, de montar y desmontar la carpa junto a otros quince hombres. Ellos dos se encargaron de la crianza de aquel niño hasta que, un día, en uno de los paseos del señor Ringling alrededor de la carpa, descubrió a Olek aguantando el equilibrio sobre una cuerda floja improvisada, atada a dos árboles y a medio metro del suelo, mientras algunos niños que se habían acercado por curiosidad, lo observaban atónitos y asombrados. Desde aquel día, el señor Ringling instruía a Olek durante tres horas diarias en el arte del funambulismo, ansioso de crear un gran espectáculo con el que aumentar la venta de entradas.
A la edad de los doce años, nuestro amigo Olek ya estaba encima de una cuerda a unos tres metros de altura, lo que suponía una gran hazaña a su corta edad. Pronto comenzó a aumentar la altura y a pasar la cuerda de distintas formas, ya fuera en un monociclo como de puntillas. Pronto recibió el apodo de “el funambulista imbatible”. Los señores Ringling estaban extasiados ante el éxito del chico y éste se sentía feliz de poder hacer algo que lo divertía.
Muriel se acercó un poco más, cogiéndola por los hombros, sacó un pañuelo del bolsillo y le secó algunas lágrimas.
- No es necesario que nos cuentes tu historia. Sólo necesitamos que nos digas tu nombre y si quieres acompañarnos en este viaje. Eras bailarina, ¿verdad?
Ela asintió con la cabeza pausadamente y respondió con un sí casi inaudible. En Polonia trabajaba en una mugrienta empresa de textil, pero en sus horas libres, ella y su marido, junto a un par de personas más, organizaban teatros en la calle, donde el baile y la música eran protagonistas. Tan solo el recuerdo de aquel pasado sumió a Ela en un nuevo llanto.
En ese momento llegaron cuatro hombres, uno de ellos era Freud, quien les dio instrucciones para coger a la muchacha.
Y allí nació Olek. Un niño rubio de ojos azules que ya sonreía. Y allí murió su madre, quién ya no pudo soportar más aquel sufrimiento con el que llevaba cargando casi un año. John Ringling, uno de los dos hermanos Ringling que quedaban de los siete que fundaron el circo, aceptó que el niño se quedara si se le instruía para algún espectáculo y si alguien se encargaba de su enseñanza.
Y así fue. Olek creció entre andenes y lonas atestadas de gente. Desde bien pequeño desarrolló un equilibrio increíble, seguramente debido al hecho de que se enseñó a caminar entre los tambaleos producidos por el tren donde vivía, aunque Muriel siempre insistía en que era una herencia de su madre. Y así pasaban los días, entre andenes y carpas, entre animales y gente desconocida, entre sonrisas maquilladas que escondían la dura vida del circo. “Nadie dijo nunca que la vida en el circo fuera fácil, pero nunca podrás abandonarla” decía siempre Freud, inseparable de su pipa. Muriel siempre lo reñía por decirle esas cosas a Olek, quien tan sólo era un niño y no comprendía aquellas palabras.
Muriel y Freud no eran artistas del circo. Eran simples peones que se encargaban, en el caso de Muriel, de hacer la comida junto a cuatro mujeres más; y en el caso de Freud, de montar y desmontar la carpa junto a otros quince hombres. Ellos dos se encargaron de la crianza de aquel niño hasta que, un día, en uno de los paseos del señor Ringling alrededor de la carpa, descubrió a Olek aguantando el equilibrio sobre una cuerda floja improvisada, atada a dos árboles y a medio metro del suelo, mientras algunos niños que se habían acercado por curiosidad, lo observaban atónitos y asombrados. Desde aquel día, el señor Ringling instruía a Olek durante tres horas diarias en el arte del funambulismo, ansioso de crear un gran espectáculo con el que aumentar la venta de entradas.
A la edad de los doce años, nuestro amigo Olek ya estaba encima de una cuerda a unos tres metros de altura, lo que suponía una gran hazaña a su corta edad. Pronto comenzó a aumentar la altura y a pasar la cuerda de distintas formas, ya fuera en un monociclo como de puntillas. Pronto recibió el apodo de “el funambulista imbatible”. Los señores Ringling estaban extasiados ante el éxito del chico y éste se sentía feliz de poder hacer algo que lo divertía.
Pero la vida de Olek no sólo eran continuos aplausos, flores y adrenalina. Como bien decía
Freud: “El circo esconde mucho más de lo que los espectadores imaginan tras la carpa, chico.
El circo es una tragedia disfrazada de comedia.” Cuánta razón tenía aquel hombre.
Han pasado 23 años desde aquella noche oscura en la que llegó al circo Olek y estamos en marzo del año 1930. Las cosas no van bien en el circo. La gente no tiene dinero para divertirse y las ventas de entradas han caído en picado. Los hermanos Ringling ya no saben qué hacer. Hasta entonces, la gran actuación del “funambulista imbatible” estaba batiendo récords en ventas, provocando que el circo tuviera que quedarse más de dos días en una ciudad para poder realizar más actuaciones. Pero ya llevan unos meses en los que tan sólo permanecen un día en la ciudad debido a la poca gente que acude. Se habla, o mejor dicho, se murmura que se trata de la peor crisis de todos los tiempos, de que muere mucha gente a diario; porque a los componentes de este gran circo les da miedo comentarlo en voz alta, porque llevan varias semanas en las que, de repente, alguien ha desaparecido. Todos sospechan que los Ringling abandonan a su suerte a muchos hombres, posiblemente en alguna parada “imprevista”, y quién sabe si en algunas ocasiones simplemente los hayan empujado. Rezan para que no sea cuando el tren está en marcha. Rezan para que no sean ellos los próximos. Y sí, todos sospechan, todos excepto uno, que se niega a creer esas “tonterías”: Olek. Olek no se cree lo que sus amigos y compañeros susurran cuando los Ringling no están delante, porque a él lo tratan bien, lo animan, e incluso a veces lo invitan a una refrescante cerveza en algún bar del pueblo. No creyó aquellas tonterías hasta aquel día.
Freud está enfermo. Lleva algunos días sin encontrarse bien y no ha podido ayudar a montar la carpa esta vez. Dice que si no se muere, lo matarán los Ringling. Olek va a visitarlo cuando puede, y aprovecha para llevarle la comida y quitarle trabajo a la pobre Muriel. Muriel está muy preocupada y llora constantemente, ella y Freud llevaban cincuenta años casados y tiene miedo de quedarse sola, de que aquello que dice su marido, se convierta en realidad. Tanto a uno como a otro, Olek los consolaba y les decía que todo iría bien, que los Ringling no tenían por qué echarlo, que eran buena gente, que sólo eran desvaríos provocados por su alta fiebre.
Días más tarde, por la noche, en una de aquellas paradas imprevistas, se oyó un grito y un disparo. Se dijo que, aquel pobre loco de Freud, cegado por los delirios de su fiebre, se había abalanzado sobre un Ringling en la noche oscura, y Ringling, asustado, disparó. “Tampoco hemos mentido descaradamente” pensaba John Ringling para callar su conciencia “yo sólo iba a abandonarlo, él me obligó a que le disparase”. Muriel se tiró del tren la noche siguiente. Nadie supo si sobrevivió, y el tren no paró para comprobarlo.
Desde entonces, Olek ya no fue nunca más el mismo. Jamás volvió a confiar en nadie. Dejó de encontrarle sentido a la vida, dejó de comprender por qué las personas eran felices, dejó de creer en que la vida puede brindar cosas buenas. Siempre sonreía, pero aquello formaba parte de su trabajo. Siempre que pensaba esto, no podía evitar acordarse del viejo Freud, “el circo es una tragedia disfrazada de comedia”. Olek repetía siempre aquella misma frase antes de dar el primer paso hacia la cuerda y su correspondiente abismo.
Han pasado 23 años desde aquella noche oscura en la que llegó al circo Olek y estamos en marzo del año 1930. Las cosas no van bien en el circo. La gente no tiene dinero para divertirse y las ventas de entradas han caído en picado. Los hermanos Ringling ya no saben qué hacer. Hasta entonces, la gran actuación del “funambulista imbatible” estaba batiendo récords en ventas, provocando que el circo tuviera que quedarse más de dos días en una ciudad para poder realizar más actuaciones. Pero ya llevan unos meses en los que tan sólo permanecen un día en la ciudad debido a la poca gente que acude. Se habla, o mejor dicho, se murmura que se trata de la peor crisis de todos los tiempos, de que muere mucha gente a diario; porque a los componentes de este gran circo les da miedo comentarlo en voz alta, porque llevan varias semanas en las que, de repente, alguien ha desaparecido. Todos sospechan que los Ringling abandonan a su suerte a muchos hombres, posiblemente en alguna parada “imprevista”, y quién sabe si en algunas ocasiones simplemente los hayan empujado. Rezan para que no sea cuando el tren está en marcha. Rezan para que no sean ellos los próximos. Y sí, todos sospechan, todos excepto uno, que se niega a creer esas “tonterías”: Olek. Olek no se cree lo que sus amigos y compañeros susurran cuando los Ringling no están delante, porque a él lo tratan bien, lo animan, e incluso a veces lo invitan a una refrescante cerveza en algún bar del pueblo. No creyó aquellas tonterías hasta aquel día.
Freud está enfermo. Lleva algunos días sin encontrarse bien y no ha podido ayudar a montar la carpa esta vez. Dice que si no se muere, lo matarán los Ringling. Olek va a visitarlo cuando puede, y aprovecha para llevarle la comida y quitarle trabajo a la pobre Muriel. Muriel está muy preocupada y llora constantemente, ella y Freud llevaban cincuenta años casados y tiene miedo de quedarse sola, de que aquello que dice su marido, se convierta en realidad. Tanto a uno como a otro, Olek los consolaba y les decía que todo iría bien, que los Ringling no tenían por qué echarlo, que eran buena gente, que sólo eran desvaríos provocados por su alta fiebre.
Días más tarde, por la noche, en una de aquellas paradas imprevistas, se oyó un grito y un disparo. Se dijo que, aquel pobre loco de Freud, cegado por los delirios de su fiebre, se había abalanzado sobre un Ringling en la noche oscura, y Ringling, asustado, disparó. “Tampoco hemos mentido descaradamente” pensaba John Ringling para callar su conciencia “yo sólo iba a abandonarlo, él me obligó a que le disparase”. Muriel se tiró del tren la noche siguiente. Nadie supo si sobrevivió, y el tren no paró para comprobarlo.
Desde entonces, Olek ya no fue nunca más el mismo. Jamás volvió a confiar en nadie. Dejó de encontrarle sentido a la vida, dejó de comprender por qué las personas eran felices, dejó de creer en que la vida puede brindar cosas buenas. Siempre sonreía, pero aquello formaba parte de su trabajo. Siempre que pensaba esto, no podía evitar acordarse del viejo Freud, “el circo es una tragedia disfrazada de comedia”. Olek repetía siempre aquella misma frase antes de dar el primer paso hacia la cuerda y su correspondiente abismo.
Y de nuevo, pasan los años, ahora a un ritmo más lento. Y ahora él, cuando por la calle pasa la
vida como un huracán ni se inmuta, resiste, porque la vida para él ya no tiene ningún secreto.
Ahora comprende la vida. La vida es un continuo desequilibrio, una tragedia constante que
intentamos disfrazar de comedia. Ahora ya no siente adrenalina cuando sube a la cuerda, ya
no debe de concentrarse para perder el equilibrio, porque para él esta desequilibrada vida es
lo que da pie a que él nunca pierda el equilibrio. Porque nunca ha tenido nada que perder ni
qué ganar, sólo vive, sin plantearse si peor o mejor, dando un paso tras otro en una cuerda
floja.
El circo Ringling Brothers está en la ciudad. “El Más Gran Espectáculo del Mundo de los Hermanos Ringling " se leía en el cartel instalado en la plaza del ayuntamiento. En cuanto Helena vio el cartel, su corazón dio un vuelvo y comenzó a correr en dirección a la pradera cercana donde solían instalarse los circos. “¡Ha vuelto! ¡Olek ha vuelto!”. Hacía ya cinco años desde que conoció a aquel funambulista tan particular. Hacía cinco años que Olek le prometió volver. Hacía cinco años que él entró por la puerta del bar de su padre, acompañado de los dos hermanos Ringling y le pidieron cerveza. Hacía cinco años que Olek le dijo que tenía una sonrisa preciosa y le regaló una entrada. Hacía cinco años que al salir del bar él la llamó, y justo donde comenzaba el rubor de sus mejillas, posó sus labios. Aquel día, le regaló un beso, y el recuerdo del brillo de sus ojos, que hacía que su corazón se revolucionara y se alzara su rubor. Ahora, cinco años después, Helena corría con todas sus fuerzas en dirección hacia el circo, para ver aquella actuación que tanto le gustaba. Para verlo una vez más y ser ella quien le regalase un beso. Para verlo por última vez, aunque ninguno de los dos era consciente de esto aún.
***
Helena corre tan rápido como puede. Sus pies apenas tocan el suelo y su respiración es fuerte.
“Debo llegar a tiempo, debo llegar a tiempo” se repite interiormente mientras intenta
aumentar su velocidad.
El circo Ringling Brothers está en la ciudad. “El Más Gran Espectáculo del Mundo de los Hermanos Ringling " se leía en el cartel instalado en la plaza del ayuntamiento. En cuanto Helena vio el cartel, su corazón dio un vuelvo y comenzó a correr en dirección a la pradera cercana donde solían instalarse los circos. “¡Ha vuelto! ¡Olek ha vuelto!”. Hacía ya cinco años desde que conoció a aquel funambulista tan particular. Hacía cinco años que Olek le prometió volver. Hacía cinco años que él entró por la puerta del bar de su padre, acompañado de los dos hermanos Ringling y le pidieron cerveza. Hacía cinco años que Olek le dijo que tenía una sonrisa preciosa y le regaló una entrada. Hacía cinco años que al salir del bar él la llamó, y justo donde comenzaba el rubor de sus mejillas, posó sus labios. Aquel día, le regaló un beso, y el recuerdo del brillo de sus ojos, que hacía que su corazón se revolucionara y se alzara su rubor. Ahora, cinco años después, Helena corría con todas sus fuerzas en dirección hacia el circo, para ver aquella actuación que tanto le gustaba. Para verlo una vez más y ser ella quien le regalase un beso. Para verlo por última vez, aunque ninguno de los dos era consciente de esto aún.
***
Miles de ojos, miles de personas lo observan, asombradas, asustadas, algunas incluso
tiemblan, comidas por los nervios. Ringling lo observa tranquilo, con una sonrisa de
satisfacción al observar la cara de asombro de los espectadores, oliendo ya una gran fortuna
creada por la masiva venta de entradas. Como cada vez que sube a la cuerda, Olek observa a
todos y cada uno de ellos. Nadie sonríe, como mucho se muerden el labio o mantienen la boca
abierta. Se entristece inconscientemente. Hace años que no recibe ninguna sonrisa sincera. Él
sólo quiere eso, una sonrisa. Vuelve a centrarse en la cuerda, pero no puede evitar volver a
mirar a un lugar concreto de entre las gradas. Allí está. Una chica joven, unos años menor que
él, lo observa y, a diferencia del resto del público, sonríe. Sonríe fascinada por la actuación y
sus ojos brillan, fruto de la emoción que transmite. Parece que se ha dado cuenta de su
presencia y lo mira, la reconoce. De repente, todo alrededor se para, incluyendo el corazón del
pobre funambulista. Y por una vez en su vida, Olek deja de sonreír para darse cuenta de que,
de repente, su vida ha cobrado sentido. Aquella vida que para él sólo significaba un paso más,
de repente tiene importancia. Aquella vida que para él sólo suponía enlazar pasos. Aquella
vida tan desequilibrada. Aquella sonrisa.... Aquella sonrisa, de repente cobra sentido, dándole
equilibrio a su vida. Y cierra los ojos inconscientemente. Y cae, cae al vacío mientras oye como
todos gritan, oye como Ringling grita enfurecido. Pero él sólo cae. Cae en el abismo del juego
donde él ya no es jugador sino víctima, donde el equilibrio es la perdición, donde el final es
final, sea para bien o para mal. Donde el propio equilibrio lo desequilibra, y la vida cobra
sentido con la muerte.
Sara Albert Salmerón
Esta obra está protegida por Creative Commons y por el IES Frederic Martí de
Palafrugell (Girona), donde obtuvo el premio Josep Pla el 26 de abril de 2013.
Más información aquí (en catalán): http://iesfredericmarti.xtec.cat/index.php?module=news&func=display&sid=20
Esta obra está protegida por Creative Commons y por el IES Frederic Martí de
Palafrugell (Girona), donde obtuvo el premio Josep Pla el 26 de abril de 2013.
Más información aquí (en catalán): http://iesfredericmarti.xtec.cat/index.php?module=news&func=display&sid=20
2 comentarios:
Eres la mejor y escribes aun mejor!Valga la redundancia
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